En la escala de sucesos importantes que ocurren a lo largo de la historia el mío debe ocupar el escalón más bajo de todos, de hecho, estoy segura que si hay un escalafón por debajo del suelo ahí es donde se posará mi peripecia.
Después de esto, quien siga leyendo esto lo hará por su propia cuenta y aquí es cuando la autora (yo) pierde la responsabilidad de si este texto te ha satisfecho como redimido lector.
Esto también empieza con un encargo que nos encomendó nuestro profesor, esta vez teníamos que subirnos a un jardín o algo así que tiene bastantes estatuas para dibujarlas. El caso es que este jardín estaba al lado de la Alhambra y para quien haya cometido el grave error de no haber estado nunca allí les apercibiré de que para acceder aquí hay una cuesta que de verla uno se desmaya, os lo juro.
Tardé una hora en llegar, que parece el doble cuando es cuesta arriba y cada dos pasos un escalón. De verdad, ochenta y nueve escalones, contados. Cuando por fin llegué me encontré que la verja estaba echada. Daba por resultado que el dichoso jardincito estaba cerrado y es que con el cambio de hora han cambiado también de horario. Abrían en dos horas. ¡Dos horas!. En ese momento la verdad es que agradecí que todos los que habían alrededor mío fueran turistas extranjeros porque blasfemé de una forma que no era ni medio normal.
Me senté un rato a esperar con la esperanza de que de repente alguien decidiera saltarse el horario y abrir la verja. Pero, obviamente, nada de eso sucedió. Así que decidí dejar de malgastar el tiempo y me fui de allí. Bajé de nuevo al centro de la ciudad con los ánimos más o menos a la altura del centro terrestre y de repente me encontré una cosa, bueno, dos.
Una de ellas era una cosa tan española como espantosa. Unos gitanos decidieron que era buena idea ponerse a taconear en una tabla super desgastada, o como ellos lo llaman, tablao en pleno centro al ritmo de una mujer que pegaba ensordeceros berridos como un gato en celo. Os lo juro, solo de oírlo me deprimía. La cosa más curiosa es que unos cuantos turistas se ponían a hacer fotos como si eso fuera la cosa más maravillosa del mundo. La otra, era bien distinta. Unos cuantos hippies se habían sentado en el suelo y simplemente estaban allí.
Una mujer de pelo claro y bastante delgada con un vestido de color coral largo estaba delante de mí. La tía iba descalza, hay que tener valor. Aquello era para que lo vieran ustedes, de verdad. Tú mirabas alrededor y sólo veías a personas con muchísima prisa haciendo fotos o viendo cualquier cosa en el móvil. Y luego estaba aquella mujer que simplemente estaba paseando. La cosa, en realidad, era de locos.
Me quedé un rato a mirarles, de verdad, tendrían que haber visto aquel percal. Uno de ellos estaba demostrando ante un niño totalmente absorto lo que sabía hacer con un aro. Otro estaba sentado sin hacer aparentemente nada, uno leyendo un libro, una chica estaba con un enorme perro, y otros cuantos más charlando entre ellos. Os estoy diciendo esto con todos estos detalles porque me senté enfrente de ellos para observarles con más detenimiento.
No se pueden imaginar lo risueños que parecían, solo de verles uno se alegraba. De repente el hecho de que me hubiera pegado tal paliza para entrar a un parque que estaba cerrado se me había olvidado por completo, de verdad.
Cada vez me estaba acercando a ellos más y más, les estaba mirando muy descaradamente, de verdad, pero tampoco es que me importara mucho. Y de repente en ese momento no sé qué es lo que se me pasó por la mente que me acerqué a la susodicha mujer descalza y le pregunté: “¿Tú eres feliz?”.
Hay que admitir que hay que ser bastante tonto para preguntar ese tipo de cosas a gente desconocida pero os juro que en ese momento es lo mejor que pude hacer.
Resultaba que esta joven no era de aquí y me miro con una cara súper descompuesta. Tardé bastante tiempo en darme cuenta de que la tía era de a saber dónde así que cogí de un rincón mi inglés abandonado e intenté hacerle la misma pregunta en inglés.
Ella me cogió de la mano. ¡De la mano! Hay que estar loco. Y me dijo que sí.
En ese momento os juro que no sabía si reír o llorar. La situación era para que la vieran, de verdad. De repente me entraron unas gigantescas ganas de irme con ella que no se podían soportar, de verdad, admito que esto ahora suena un poco de locos, pero tendrían que haber estado en mi misma situación.
Le solté la mano, os prometo que no sé porqué hice semejante estupidez porque ahora pienso que debería haberla incluso apretado. Y luego me fui, esa fue una simpleza monumental, la verdad, hay que admitirlo, pero es que en ese instante era lo único que se me ocurría hacer.
Después de aquello no tenía ganas de dibujar en absoluto así que decidí no volver al jardín y me quedé sentada en un banco bastante sucio a perder el tiempo.
Era lo único que se me ocurría hacer en ese momento, de verdad.